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Hoy, hablemos de metodología de la investigación y su importancia real más allá de las leyendas negras

  • Foto del escritor: Claudia Madrid Martínez
    Claudia Madrid Martínez
  • hace 9 minutos
  • 4 Min. de lectura

Aunque este blog ha estado siempre dedicado al Derecho internacional privado —su doctrina, sus problemas y sus retos contemporáneos—, hoy me aparto deliberadamente de ese eje temático para reflexionar sobre un asunto que, sin ser estrictamente jurídico, atraviesa de manera decisiva nuestro quehacer académico: la metodología de la investigación.


No es un desvío caprichoso. Por el contrario, comprender cómo investigamos, por qué elegimos ciertos enfoques y cómo justificamos nuestras decisiones metodológicas es tan importante como el contenido mismo de cualquier estudio jurídico.


Sin una metodología sólida, incluso los análisis más sofisticados del tráfico jurídico externo pierden rigor, fuerza interpretativa y capacidad de incidir en la discusión. Por ello, vale la pena hacer una pausa para pensar en el oficio de investigar, en sus exigencias y en su sentido formativo. Sólo así podremos seguir produciendo conocimiento serio, crítico y útil para nuestra comunidad disciplinar.


La metodología de la investigación es, con frecuencia, percibida como un conjunto rígido de instrucciones, ajeno a la sensibilidad intelectual del investigador. Sin embargo, cuando se la mira con detenimiento, aparece como lo que realmente es: un instrumento imprescindible para darle forma, orden y dirección a la curiosidad que impulsa toda investigación sólida. Investigar supone indagar con intención, preguntar con propósito y construir conocimiento con responsabilidad; y para ello, el método no es un adorno, sino la brújula que permite avanzar sin extraviarse.


El proyecto de investigación representa ese primer gesto consciente del investigador: la traducción de una inquietud en un camino posible. Elegir un tema, plantear un problema, delimitar objetivos y optar por un enfoque teórico no es un ritual burocrático, sino un acto intelectual profundo. Es en esa elección donde se decide desde dónde se quiere mirar el fenómeno, qué lentes se usarán para interpretarlo y qué límites se asumen para comprenderlo. Allí empieza la responsabilidad epistemológica del investigador.


Por eso, la selección del enfoque teórico es una de las decisiones más determinantes del proceso. No es un simple “marco” para decorar el trabajo, sino la estructura que sostiene la manera misma de comprender el objeto de estudio. Cambiar el enfoque cambia la pregunta; cambiar la pregunta transforma todo el proyecto. El respeto por esa elección —coherente, justificada, argumentada— es esencial para evaluar la investigación con rigor y con justicia.


En este punto cobra especial relevancia el rol del jurado evaluador. Su función no es, ni debe ser, juzgar la investigación a partir de lo que él habría hecho. El jurado que interpone su propio enfoque —sus preferencias metodológicas, sus filiaciones teóricas, sus obsesiones personales— traiciona el sentido pedagógico de la evaluación. La labor del jurado no es sustituir al investigador, sino verificar la coherencia interna de su proceso.


Evaluar un trabajo de investigación significa examinar la solidez con que se desarrollan los objetivos planteados, la pertinencia del enfoque teórico elegido y la consistencia de la ruta metodológica. Significa valorar si la investigación logra alcanzar su objetivo general desde la perspectiva anunciada, sin exigirle caminos alternativos ni conclusiones que jamás prometió. Esta es la ética del evaluador: respetar la autonomía intelectual del investigador y evaluar la calidad de su obra, no su identidad disciplinar.


La metodología, entendida así, deja de ser un corsé para convertirse en un andamiaje que sostiene el pensamiento. Bien aplicada, abre espacio a la creatividad, potencia la reflexión y enseña al investigador a justificar cada paso, a examinar sus decisiones y a construir argumentos verificables. La metodología no limita: orienta. No domestica: enseña a pensar con cuidado.


Esta comprensión es fundamental porque investigar es, ante todo, un ejercicio de honestidad intelectual. El rigor metodológico no existe para impresionar a nadie, sino para asegurar que las conclusiones que se alcanzan tienen fundamento. Sin método, las ideas flotan; con método, adquieren forma y se vuelven comunicables, debatibles, útiles para otros. La investigación se vuelve así un acto de responsabilidad frente a una comunidad académica que confía en la transparencia del proceso.


De ahí que el proyecto —con todas sus partes— no deba ser entendido como una mera exigencia administrativa, sino como una promesa de coherencia. Si se elige un enfoque hermenéutico, la evaluación se hará desde la profundidad interpretativa, no desde la medición estadística. Si el trabajo es dogmático, no se le pedirá generar cambios sociales inmediatos. Si se analiza un fenómeno desde la sociología jurídica, no se le exigirá el formalismo de una investigación conceptual pura. Cada enfoque define su propio éxito.


Es necesario, entonces, repensar también el rol formativo de la evaluación. El jurado no está allí para encontrar errores, sino para cuidar el proceso. Para preguntar sin desautorizar; para orientar sin imponer; para señalar vacíos que fortalezcan el trabajo, no para frustrar al investigador. La evaluación debe ser un momento de crecimiento y no una estación de castigo; una oportunidad de diálogo académico, más que un tribunal de ortodoxias epistemológicas.


En última instancia, la metodología nos recuerda que investigar es un acto profundamente humano: requiere curiosidad, paciencia, honestidad y apertura. Nos muestra que el conocimiento no nace del azar, sino del trabajo cuidadoso y del respeto por las reglas del oficio. Y nos invita a asumir la investigación no como un requisito, sino como un proceso de comprensión del mundo y de nosotros mismos. Si logramos transmitir esta visión —a los estudiantes, a los jurados, a nosotros mismos—, la investigación dejará de ser una tarea temida para convertirse en una práctica intelectual gozosa, necesaria y, sobre todo, transformadora.


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